El poder del Espíritu Santo
-- De todas las festividades cristianas, ninguna -- con la excepción de la Pascua y quizás la Navidad -- es más ampliamente celebrada que Pentecostés.
Es la más antigua de nuestras fiestas, y sólo su nombre suscita fervor y expectación entre los fieles. En Navidad celebramos el milagro de la Encarnación, en Pascua el milagro de la Resurrección y ahora, en Pentecostés, el milagro de la venida del Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad.
El padre K. Krogh-Tonning, en su libro publicado en 1916 "Catholic Christianity and the Modern World" ("El cristianismo católico y el mundo moderno"), compara Navidad, Pascua y Pentecostés "con tres piedras preciosas de igual belleza". Y pregunta: "Pero, ¿qué sería de la Pascua sin Pentecostés? ¿Qué significado habrían tenido para nosotros la muerte y la resurrección de nuestro Señor sin el Espíritu Santo, el único que puede llevarnos a Cristo?".
El Espíritu Santo se menciona en toda la Biblia: en la Anunciación, en el bautismo de Jesús, en la Visitación, durante la Transfiguración, en el Cenáculo tras la Resurrección. Nuestro Señor dijo a sus apóstoles: "Y yo rogaré al Padre y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes. El Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes" (Jn 14,16-17). En su ascensión, Jesús encargó a los apóstoles que permanecieran en Jerusalén "hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto" (Lc 24, 49).
Así pues, los apóstoles permanecieron en la ciudad rezando juntos durante los nueve días que transcurrieron desde la Ascensión hasta la fiesta de Pentecostés. Este prolongado período de oración se convertiría en la primera y modélica "novena".
En Pentecostés, los seguidores de Jesús estaban reunidos en el Cenáculo, a lo mejor sin saber exactamente a qué estaban esperando. Jesús había dicho que en algún momento les dejaría y enviaría al Espíritu Santo, al que también llamaba Abogado, Consejero, Paráclito, Espíritu de la Verdad. Ahora, cumpliría su promesa. Pero ¿cuál era la naturaleza del Espíritu Santo y cómo se les manifestaría?
En Pentecostés lo descubrieron.
El Espíritu Santo vino en forma de "lenguas de fuego" acompañadas de "un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban" (Hch 2,3.2). Esta escena recuerda a los truenos, relámpagos y humo que se produjeron cuando Dios entregó a Moisés las tablas de piedra en el monte Sinaí y cuando Dios habló desde el cielo y descendió la paloma durante el bautismo de Cristo. Estos acontecimientos señalaban nuevos comienzos.
Pentecostés es también un nuevo comienzo: Ese día la Iglesia recibió su misión universal. Esa misión había sido descrita previamente a los apóstoles por Jesús: "Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). Éste era y sigue siendo un mensaje claro -- una misión clara -- para todos los cristianos.
Los seguidores de Jesús tenían ahora una nueva relación con él. Ya no estaba con ellos visiblemente, sino que llenaba sus corazones y sus almas con el Espíritu Santo, que permanece con cada uno de nosotros para siempre.
A lo largo de los siglos y hasta la eternidad, el Espíritu Santo se nos manifiesta no por lenguas de fuego, sino por nuestro bautismo.
El Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, y estos hombres que antes habían abandonado a Jesús, que habían tenido miedo de hablar de su mensaje, ahora encontraron valor y entusiasmo para dar testimonio en su nombre. Al entrar en su ministerio de predicación, ya no se escondían en el miedo, ya no se dejaban intimidar por los demás, sino que caminaban a la luz de Cristo proclamando la Buena Nueva, dando a conocer la nueva alianza.
El día de Pentecostés, los apóstoles, dirigidos por Pedro, empezaron a predicar a los reunidos en Jerusalén, y no importaba que hubiera mucha gente hablando diferentes lenguas, los que escuchaban oían lo que decían los apóstoles en su propia lengua. Se preguntaban si los apóstoles habían tomado demasiado vino y se preguntaban: "¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?". (Hechos 2, 8). Aquel día, inspiradas por las palabras de Pedro, se convirtieron 3.000 personas. Motivados por el Espíritu Santo, los apóstoles saldrían a llamar a la gente de todas partes a la conversión, a aceptar al Rey de la Gloria.
Pentecostés viene de una palabra griega, "pentekoste", que significa 50. Que nuestra fiesta cristiana de Pentecostés sea 50 días después de la Resurrección, culminando el tiempo pascual, no es casualidad.
Pentecostés era una antigua fiesta judía en la que los hebreos celebraban la cosecha del trigo. Esa celebración también era conocida como la Fiesta de las Semanas, que, de acuerdo con el Libro del Levítico del Antiguo Testamento, debía conmemorarse 50 días después de la Pascua. La tradición judía sostiene que Moisés recibió los Diez Mandamientos 50 días después de la Pascua original, cuando los israelitas escaparon de la esclavitud egipcia.
En nuestro calendario litúrgico, el día más temprano para la celebración de Pentecostés es el 10 de mayo; este año, Pentecostés se celebra el 19 de mayo. Todos los domingos desde el final de la Pascua hasta el Adviento se cuentan a partir de esta fiesta -- por ejemplo, el segundo domingo de Pentecostés, etc. --, lo que indica la importancia que la Iglesia concede a la fiesta de Pentecostés.
Por siglos, antes de Pentecostés se celebraba una vigilia similar a la Vigilia Pascual. Durante esa vigilia, se confería el bautismo a cualquiera que quisiera unirse a la Iglesia pero que, por diferentes razones, no hubiera participado en la Vigilia Pascual. Esto incluía quienes podían estar enfermos, no se habían preparado adecuadamente, o no podían viajar en Pascua, etc. El domingo de Pentecostés, los bautizados la noche anterior llevaban a la Iglesia sus vestiduras bautismales blancas, y ese día se suele denominar "Domingo Blanco".
Hasta el siglo XX, durante mucho tiempo se había relacionado una octava con Pentecostés. La Iglesia nos concedía siete días más (una octava) para comprender lo que había sucedido en el Cenáculo. En 1969, en un esfuerzo por racionalizar el año litúrgico, el Vaticano suprimió la octava de Pentecostés del calendario eclesiástico.
Hoy, las Normas Generales del Año Litúrgico de la Iglesia incluyen Pentecostés como parte del tiempo pascual de 50 días, conectando la Pascua, la Ascensión y Pentecostés. "Estos días se celebran con gozosa exultación como una sola fiesta, o mejor 'un gran domingo'". Esa inclusión no disminuye en absoluto la gran fiesta de Pentecostés.
- - - D.D. Emmons escribe desde Pennsylvania.